En los últimos años, los profesionales de la salud mental han encendido las alarmas ante el incremento sostenido de trastornos psicológicos entre adolescentes y jóvenes. La situación, ya delicada antes de la pandemia, se agravó significativamente a partir del confinamiento por COVID-19. De acuerdo con el estudio Inquietudes, preocupaciones y salud mental de la juventud en España, elaborado por la Fundación Atalaya, la prevalencia de la ansiedad y la depresión en este grupo etario prácticamente se ha duplicado desde entonces. Pero dentro de este fenómeno generalizado, una cifra destaca con fuerza: las adolescentes presentan tasas mucho más elevadas que sus pares varones.
Durante el XXIII Seminario Lundbeck, celebrado en Sitges (Barcelona), el Dr. Lorenzo Armenteros, médico de atención primaria y miembro del Grupo de Trabajo de Salud Mental de la Sociedad Española de Médicos Generales y de Familia, presentó datos oficiales que revelan la profundidad de esta brecha de género. Según cifras del Ministerio de Sanidad y del Plan Nacional sobre Drogas, el 23,2% de las chicas entre 11 y 18 años sufre ansiedad, frente al 12,2% de los chicos. En cuanto a la depresión, el 17% de las adolescentes la tiene diagnosticada, mientras que solo el 7,3% de los adolescentes varones comparte ese diagnóstico.
Este patrón no es aislado. Como explica la psiquiatra infantojuvenil Elisa Seijoo, responsable de la Unidad de Hospitalización Psiquiátrica Infanto-Juvenil en el Hospital Universitario Central de Asturias, los trastornos internalizantes —como la ansiedad, la depresión o los trastornos de conducta alimentaria— son más frecuentes en las chicas. Mientras que los niños tienden a mostrar problemas más externalizantes, como conductas disruptivas o impulsivas, las niñas manifiestan el malestar hacia adentro, muchas veces en silencio y sin llamar la atención. Esta tendencia se acentúa a partir de la adolescencia y, según señala la especialista, se mantiene incluso en la adultez.
Pero, ¿por qué ocurre esta diferencia tan marcada entre géneros? La explicación es compleja y multifactorial. Por un lado, existen razones biológicas vinculadas a la maduración neurológica y hormonal. Las chicas, generalmente, alcanzan niveles de madurez emocional antes que los chicos, lo que las expone más temprano a presiones sociales, académicas y relacionales. Según el Dr. Armenteros, esta madurez precoz, que podría considerarse una ventaja, conlleva también un mayor riesgo de sufrir trastornos mentales en edades más tempranas. Las adolescentes cargan con expectativas sociales más altas y se enfrentan a exigencias estéticas, académicas y emocionales que no afectan con la misma intensidad a los varones.
Además, las diferencias en la forma en que se enfrentan los problemas también juegan un papel clave. Las chicas, aunque comunican más lo que sienten, tienden a procesar internamente sus emociones, lo que puede derivar en mayor vulnerabilidad ante la ansiedad o la depresión. En contraste, los chicos suelen canalizar su malestar con comportamientos más visibles, lo que facilita su detección temprana, aunque también puede desviar la atención del sufrimiento emocional que no se verbaliza.
Los expertos coinciden en que estas diferencias exigen un enfoque diferenciado en el diagnóstico y tratamiento. “No podemos hacer lo mismo ni aplicar el mismo tratamiento a chicos y a chicas”, afirma el Dr. Armenteros. Esta afirmación refleja una crítica de fondo al sesgo androcéntrico que ha dominado la medicina durante décadas, donde muchas investigaciones, protocolos y criterios clínicos se han centrado en modelos masculinos, dejando de lado las particularidades femeninas, incluso en áreas como la salud cardiovascular o los trastornos mentales.
Por otro lado, es importante destacar que los síntomas de ansiedad y depresión no siempre se presentan de forma aislada. Muchas veces se superponen, lo que dificulta tanto el diagnóstico como el abordaje terapéutico. Irritabilidad, problemas de sueño, baja autoestima, aislamiento social y consumo de sustancias pueden coexistir en un mismo adolescente. Por eso, tanto en chicas como en chicos, los signos de aislamiento, la pérdida de interés por actividades sociales o la desconexión con la familia son señales clave a las que padres, docentes y profesionales deben prestar atención.
Ante este panorama, se vuelve imprescindible no solo mejorar los servicios de salud mental para adolescentes, sino también avanzar hacia una atención más sensible al género, que tenga en cuenta las diferencias biológicas, sociales y culturales que impactan la salud emocional. La prevención, la educación emocional y el acceso a un apoyo psicológico personalizado son claves para revertir una tendencia que amenaza con dejar secuelas duraderas en toda una generación.