Dom. May 18th, 2025

La Jabalinada por Bruno Cortés

 

El aroma a café y papel recién impreso invade las calles donde, por primera vez, los nombres de candidatos a la Suprema Corte compiten en las boletas electorales. En septiembre de 2024, México consumó una reforma histórica: los jueces, magistrados y ministros serán elegidos por voto popular, un giro que promete acercar la justicia al pueblo, pero que académicos y organismos internacionales ven como un riesgo sin precedentes para la independencia judicial.

 

Bajo el argumento de democratizar una institución percibida como opaca y elitista, el Congreso transformó el mecanismo de designación de jueces federales. Los ministros de la Corte durarán 12 años en el cargo, mientras que magistrados y jueces tendrán mandatos de 9 y 6 años, respectivamente. Para el oficialismo, esto rompe con redes de nepotismo y acerca la justicia a ciudadanos que, por décadas, vieron a los tribunales como un ente ajeno. “La gente podrá elegir a quienes impartirán justicia, como elige a sus alcaldes”, declaró un legislador de Morena durante la votación, mientras afuera del recinto, activistas coreaban consignas sobre la “muerte de los contrapesos”.

 

En mercados como Tepito o la Merced, donde el sol golpea los puestos de fritangas y el humo de las parrilladas nubla el aire, la noticia se recibe con escepticismo y curiosidad. “Antes los elegían entre cuates; ahora al menos tendrán que convencernos”, comenta un vendedor de dulces mientras enrolla tamarindo en bolsas de celofán. Para sectores históricamente marginados, la reforma resuena como un acto de justicia poética: la misma ciudadanía que sufrió sentencias arbitrarias o lentas podría, en teoría, premiar o castigar a los jueces en las urnas.

 

Los defensores de la reforma insisten en que este modelo transparentará el poder judicial. Según datos del gobierno, el 68% de los mexicanos desconfiaba de los jueces antes de 2024, según encuestas del INEGI. “Es un experimento audaz, pero necesario”, admite un académico de la UNAM, quien pide anonimato. “Si funciona, podría ser un antídoto contra la corrupción que por años infectó las cortes”. La esperanza yace en ejemplos locales: en algunos estados donde ya se eligen jueces de paz, como Michoacán, la percepción de imparcialidad aumentó 22%, de acuerdo con el Instituto Mexicano de Justicia.

 

Sin embargo, el olor a tortillas quemadas en un mitin político recuerda los riesgos: candidatos judiciales haciendo campaña junto a diputados, prometiendo “justicia rápida” o fotografiándose con líderes de partido. Organizaciones como Stanford Law School alertan que la reforma podría contravenir estándares internacionales al politizar las sentencias. “Un juez electo pensará dos veces antes de fallar contra los intereses del partido que lo apoyó”, advierte un informe de 2025.

 

La reforma no se limita a las elecciones. También impone “austeridad republicana” en el Poder Judicial, recortando presupuestos que, según jueces entrevistados, ya afectan la capacitación de funcionarios. Además, la Suprema Corte perdió facultades para suspender leyes consideradas de “interés popular”, un cambio que, según críticos, debilita su rol como contrapeso. “Es como quitarle el freno de mano a un coche en bajada”, ironiza un analista en redes sociales, donde memes comparan a la Corte con un “títere con toga”.

 

México se suma a un club sin miembros: ningún país elige a todos sus jueces federales por votación. Para algunos, esto lo coloca a la vanguardia; para otros, en un precipicio. “Seremos el laboratorio mundial de la justicia populista”, comenta un abogado en un café de Coyoacán, mientras hojea un expediente. Aunque 55% de los ciudadanos aún confía en el judicial, según LinkedIn-Instituto, el verdadero reto será mantener esa fe cuando los jueces empiecen a repartir promesas en plazas públicas.

 

Entre el murmullo de las urnas y el eco de las advertencias internacionales, México navega aguas inexploradas. La reforma judicial, como un mezcal artesanal, podría curar viejas heridas o dejar resaca institucional. Mientras, en los juzgados, los retratos de Benito Juárez —símbolo de la justicia laica— observan silenciosos cómo el país redefine, entre esperanza y desconfianza, lo que significa impartir justicia en el siglo XXI.

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